En ocasiones, el estatus del teatro juvenil –aquel que se gesta desde la adolescencia (por su mismo elenco) y que le habla de tú a la juventud (como audiencia ideal)– lo exime de calidad en sus puestas en escena, de riesgo e inversión para sus producciones, o lo margina de los circuitos y convocatorias profesionales. Si pensamos al teatro para públicos jóvenes (TPJ) como un espacio de práctica para artistas en formación o un nicho necesario pero poco interesante, estamos justo a tiempo para cuestionar preconcepciones y parámetros sobre esta forma, supuestamente menor, del arte escénico.
La compañía juarense Bethlem Teatro, con 17 años de experiencia en las tablas, es un referente del teatro juvenil en la frontera, e incluso más allá de la localidad como lo constatan los reconocimientos obtenidos a nivel nacional. Su trayectoria, método y preseas la han convertido en paradigma en cuanto a un quehacer escénico que desafía prejuicios en torno a los montajes provenientes de talleres de educación artística (a nivel medio superior), calificados con la nefanda etiqueta de amateurs. En estas líneas, me propongo trazar un breve recuento histórico de la compañía, con la intención de delinear un modelo de trabajo y emitir algunas reflexiones sobre el teatro hecho por y para jóvenes.
Bethlem Teatro nace en 2002 dentro de una institución educativa, el Centro de Bachillerato Tecnológico Industrial y de Servicios 114 (CBTIS), ubicado en la colonia Infonavit Parques Industriales. La iniciativa, antes de apropiarse de un nombre, fue propuesta por alumnos del Grupo Aleph del Instituto Tecnológico de Ciudad Juárez (ITCJ), fundado por el maestro Ernesto Ochoa Guillemard (1939-2018) en 1980. A inicios de este siglo, con Ricardo Zúñiga Hernández al frente, el grupo escolar se hace de una propia identidad. Si aleph (ʾalp) es la primera letra del alfabeto fenicio, tiene sentido que su derivación o filial sea la segunda: bēt, ya que además significa “casa”; el sufijo em (-āl) expresa pertenencia o relación. Bethlem: la casa del teatro fue el primer nombre con el que la agrupación empezó a trabajar hace casi dos décadas. Durante sus primeros cinco años, el proyecto se enfocó en la iniciación teatral de niñxs y adolescentes, realizando diferentes montajes con elencos juveniles.
El año 2007 figura como fecha clave, ya que en ese momento asume la dirección general Angélica Anahí Pérez, quien había formado parte del grupo como actriz. Ya como egresada del mismo CBTIS, Zúñiga le entregó las riendas a quien actualmente sigue al frente de la compañía. Con este cambio generacional y de estafeta, comenzó una nueva historia, con miras y alcance de largo aliento, marcada con el estreno de Polvo de hadas, de Luis Santillán.
La primera cuestión por resolver era el trato y contrato con la institución. ¿Qué tanto iba a respaldar?… ¿qué tanto podría patrocinar? Sabemos de sobra que toda política cultural debe cimentarse sobre una base económica y laboral para luego incidir en la producción teatral, su contenido y estética. En este panorama, el convenio entre el Centro de Bachillerato y sus distintas comunidades –docentes, madres/padres de familia y estudiantes artistas– ha sido vital para que Bethlem Teatro (nombre actual) tenga presencia ya no solo en un plantel sino también en el 270, donde Ivonne Chávez, codirectora de la compañía, dirige a su propio grupo bajo la misma metodología. Ambas, Angélica e Ivonne, también imparten talleres en diferentes secundarias.
Hoy día, el equipo consta de 40 actrices/actores –cuyas edades oscilan entre los 14 a los 19 años– que conforman un primer elenco (juvenil en tanto que continúan con su proceso de formación) y 25 más como parte del elenco permanente (egresados del CBTIS de distintas generaciones). El productor, fotógrafo y vestuarista Isaac Uribe, así como el actor, maquillista y diseñador de imagen David Reyes se han sumado a la parte creativa y de toma de decisiones. Ubicados al norte del país, en el Estado grande, enuncian en sus redes, luchan “para que la cultura llegue a más espacios y el teatro logre entrar en nuestra comunidad; apostamos por el quehacer artístico, creemos que el arte nos transforma”.
Las cualidades espaciotemporales de toda actividad escénica le impiden al teatro desprenderse de la noción de “utilidad”. ¿Cómo justificar su realización? Si Bethlem se ha hecho de un lugar fijo para ensayar y de una bodega para guardar su equipo (espacios envidiables por cualquier compañía con aspiraciones de profesional) es porque han ganado lides más allá de lo administrativo, con la institución educativa, e incluso fuera de los escenarios, ya que las primeras espectadoras a quienes hay que convencer de la validez y beneficio del trabajo sobre la tarima son las madres de familia. Sin la venia y beneplácito de los tutores no existe el teatro hecho por jóvenes menores de edad.
La dramaturgia del TPJ sufre de un notable rezago en comparación con el teatro infantil y con el que podríamos llamar profesional, o para adultos. Así que otra cuestión capital remite a la disponibilidad de textos o argumentos. ¿Qué poner en escena? ¿Cómo conciliar la esencia didáctica del teatro escolar con la transmisión de las técnicas y habilidades de un arte vivo? Si asumimos que en escena se representa mediante el ejemplo, entonces extiendo esta idea para afirmar que lo que resulta ejemplar sucede a través de sujetos en acción durante un acontecimiento vivencial, más allá de discursos, conceptos o moralejas. El teatro juvenil no narra sino reproduce aquí; no alecciona sino que representa ahora un conflicto dramático para que sea contemplado por sus pares. Otras, otros y otres conforman una audiencia adolescente en estado de alerta, absolutamente inmersa en el presente.
Aunque en México exista una nómina sólida de dramaturgas especializadas en esta audiencia, ¿qué tan sencillo es conseguir en bibliotecas públicas o escolares las obras de Perla Szuchmacher, Larry Silverman, Berta Hiriart, Jaime Chabaud, Maribel Carrasco, “Pilo” Galindo o de la escritora y teórica québécois Suzanne Lebeau? Cuando Bethlem se enfrentó a esta incógnita, recurrió, en primera instancia, a la documentación y a su propio acervo para montar Las tremendas aventuras de la Capitana Gazpacho, de Gerardo Mancebo del Castillo (2008, con una temporada itinerante en parques y escuelas juarenses), ¿Último round?, de Edgar chías (2009) y Torso, mierda y el secreto del carnicero, ejercicio escénico a partir de un original de Alejandro Ricaño (2010).
Poco a poco la idea de una propia dramaturgia, acorde a los intereses del elenco y a sus recursos humanos, merodeaba en el CBTIS. Angélica Pérez probó fortuna como escritora para la escena. Su dramaturgia ha sido galardonada en múltiples ocasiones en los Encuentros de arte y cultura, tanto estatales como nacionales, organizados por la Dirección General de Educación Tecnológica Industrial (DGETI). Menciono algunas de sus obras premiadas: Mundo mágico (2011), Delirium tremens circus (2012) e Hijos de Lobo (2015), y me detengo brevemente en las que he podido presenciar.
Si bien Reversa, obra escrita al revés (2016) trascendió el circuito escolar, cumpliendo con una temporada de más de 50 funciones en el foro de Telón de Arena, me parece que Los introvertidos (2018) afianzó un modelo de producción digno de encomio. Con un argumento más fino (en cuanto a sus hilos y verosimilitud) y actuaciones realmente destacables, el proyecto se gestó en horarios de clase durante dos semestres; tras competir (y ganar) con compañías de su misma categoría, logró incorporarse a la cartelera local con temporadas redituables y en horarios estelares. Este tipo de procesos son envidiables en un contexto local donde compañías estables –incluso con inmuebles a su cargo– escriben, ensayan, se dirigen, estrenan y cumplen temporada de un fin de semana en menos de tres meses. ¿Qué tan profesional podríamos llamar a esas producciones?
A Los introvertidos le seguía A trazos, teatro para adolescentes preocupados por el tiempo (2019), pero debido a la contingencia sanitaria su camino se interrumpió. No obstante, el pasado agosto, la tragicomedia participó, en la categoría amateur, en el 38 Festival de Teatro de la Ciudad (Juárez), que transmitió en vivo las puestas en escena, montadas en un auditorio sin espectadores. Como ocurrió con Los introvertidos un año antes, A trazos se llevó la distinción y un estímulo en efectivo. Llama la atención que Bethlem participó en la competencia junto con La nave teatro, compañía integrada por estudiantes de Angélica.
Por último, mencionó un par de montajes con los que Bethlem dejó en claro que su quehacer no es exclusivo para audiencias juveniles. Las direcciones escénicas de Órfico blues (2018), escrita por Martín López Brie, y La ciudad donde más gente mira al cielo (2020), de Marco Antonio López Romero (a la que ya le dediqué unas líneas) muestran a una directora consolidada, con una visión clara sobre lo que desea que ocurra ante nuestra mirada, sensata y empática al abordar temas sobre la diversidad sexual o la violencia de género.
El proyecto dirigido por Angélica Pérez asume la dimensión comunitaria de cada producción, en la que no todxs desean subir a escena. El método de enseñanza de Bethlem no solo descansa en el tiempo perecedero de una puesta en escena, asumida con el mismo compromiso dentro del plantel o frente a público con boleto pagado, sino que se refiere al proceso continuo durante los años escolares que afectan y transforman a lxs intérpretes y técnicos en formación: desde tramoyistas y fotógrafos hasta iluministas y productores. Lo que transmite esta compañía juarense son los recursos para ejercer la “conquista de la libertad”, en el sentido desarrollado a fondo por Suzanne Lebeau. En Bethlem se aprende que el teatro es casa, pero hay que levantarla desde sus cimientos; que el teatro es juego, pero goza de toda la energía para convertirse en empresa.