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Escribo esto en la habitación de un hostel a dos cuadras de la Puerta del Sol en Madrid, España. Soy COVID-19 positivo… ¿Cómo lo sé? No, no me hice la prueba. Estuve en contacto directo con un positivo y siendo mexicana en Europa, no tengo derecho a los servicios de salud públicos, así que la única forma que tengo para saber si estoy contagiada es pagar una prueba en alguna clínica privada cuyo valor es de 100 euros (Aproximadamente 3,000 MXN), en otras palabras, un lujo que no me puedo costear. Dije “No pasa nada, yo no lo tengo. Es más, estoy segura de que ya lo pasé y tengo anticuerpos. Aún así, por paz mental de mis convivientes, me encerraré en mi habitación el tiempo que sea necesario”. Tres días pasaron y me desperté en la madrugada… como el protagonista de la novela “El perfume”, desesperadamente me olfateé el brazo para darme cuenta de que el olor de mi piel había desaparecido; mi taza con café, mi botella de vodka de avellanas, mi champú de trigo y miel, nada, no pude oler nada. Días después, fiebre, cansancio, no me puedo y no me quiero mover. Y, honestamente, no puedo dar más que gracias al universo porque esos hayan sido mis únicos síntomas, porque mi seguro médico venció en septiembre y de haberme complicado por el virus… No sé qué hubiera pasado conmigo.

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SUERTE de haber tenido sólo ese síntoma; PRIVILEGIO de tener a unos padres que me pueden sostener económicamente las semanas que no puedo trabajar; DURO pasar sola una enfermedad, encerrada y aislada en una habitación pequeña durante semanas.
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Si escribo esto es para el/la lector/a que sueña o aspira a estudiar en el extranjero. Quiero que sepan lo maravillosamente horrible que es estar solx, sin recursos, sin familia ni amigxs, aprendiendo lo que amas y conociendo gente, culturas, historias… en medio de una crisis sanitaria global. Si escribo esto es porque un año ha pasado desde que abracé a mi madre por última vez, el 2020 “por fin” se ha acabado y yo como ustedes quiero hacer un recuento de lo acontecido, darme una palmada en la espalda y decirme “Nena, lo hiciste… Sobreviviste y triunfaste”… Pero, honestamente, ¿fue el 2020 tan horrible?

Cuando me preguntan aquí “¿Cómo está México con la crisis del Coronavirus? Siempre respondo “Igual… jodido. Igual de jodido. A mi país le llegó el Corona en medio de una crisis económica, política, de seguridad, con recortes, con reformas, con matanzas, represiones… La crisis sanitaria es solo un pequeño asterisco que se suma a las otras mil crisis que atraviesa” Y luego pienso en el teatro… y luego pienso en mí. Siempre en crisis, siempre al borde, siempre en conflicto. ¿Fue el 2020 tan diferente?
¿Cómo le hiciste para irte a estudiar?

Lo pedí. A mí me enseñaron y me repitieron que “yo no soy rica” y estudiar en el extranjero “es de ricos”. Aun así, yo una madrugada pedí por correo entrar a una Universidad, y esta me aceptó. Con la carta de aceptación en la mano mi papá me dijo “Yo no te voy a ayudar. ¿Te quieres ir? Vete. Pero yo no te doy un peso; ni para la escuela, ni para el avión ni para los trámites. ¿Eres chingona? Si de verdad eres chingona te vas a ir con o sin mi ayuda.” En mí se activó un reloj de arena con la cuenta regresiva; tenía hasta el 8 de octubre del 2019 para lograr irme a hacer mi maestría.

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PRIVILEGIO: mis papás me habían comprado un coche y tuve su autorización para venderlo. SUERTE: en mi trabajo conocí a un mecenas de las artes que me ayudó; TRABAJO: fui asistente de dirección, producción y parte del cuerpo de baile de una ópera infantil, mientras mantenía mi trabajo de jornada completa como guía de turistas, mientras era maestra de teatro, mientras apoyaba en eventos de TurismoNL, mientras gestaba obras de teatro para poder hacer algo “si al final no me iba” (El miedo a no conseguir los recursos siempre estuvo presente. Y siempre me repetía mi mamá “Si no te vas, no pasa nada, aquí tienes mucho trabajo”. Pero yo sabía que si no me iba me volvería loca de la depresión).
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El 30 de septiembre tuve mi última función en Monterrey, el 1 de octubre llegó mi visa, el 2 compré el boleto de avión, el 5 tomé mi vuelo, el 6 llegué y el 8 tomé mi primera clase con Juan Mayorga.

Estudiar en el extranjero sin beca de manutención

“Yo lo que necesito es llegar allá. Estando en Madrid ya veré cómo le hago. Así sea dormir en un puente, comer de la basura… Lo que importa es estar allá”. Decía eso sin ser consciente de lo cerca que estaría de esas situaciones extremas. Conseguí becas para la colegiatura, conseguí un mecenas para mi vuelo, corté varias flores del jardín de mis padres para los trámites, el primer mes de alquiler y otros gastos. “Llegando allá yo consigo trabajo y ya yo me arreglo”. Inocente pobre amiga, como buena mexicana, creía que el mundo en general funcionaba igual que los United States of America; creía que podía trabajar limpiando casas, o cuidando bebés. Afortunadamente para los españoles, y desafortunadamente para los inmigrantes, todo está exageradamente regulado. Sumando gastos de alquiler, comidas y transporte (sin ir al cine, al teatro, al museo, de compras, de copas, y viviendo lo más austeramente posible), tendría que conseguir 650 euros al mes ($17,000 MXN). Yo no iba a tener el corazón para quitarle a mis padres el fruto del sudor de su frente (¿Melodramática la frase? Sí, pero justa.) En mi cabeza seguía la frase “estudiar en el extranjero es para gente rica”, y escuchaba a mis padres decir “Si no puedes, regrésate, no pasa nada”. No, sí pasa. Y pasa mucho.

Descubrí una opción de la que nadie me había hablado pero que al parecer es muy común no sólo en Europa, sino en el mundo: los voluntariados en hostales. Hay convenios en los que puedes intercambiar horas de trabajo (entre 20 y 30 semanalmente) por un lugar dónde dormir. Esto es lo que me ha permitido, hasta hoy en día, el seguir viva durante mi estancia en España. Las desventajas son un poco pesadas, nunca sabes qué va a pasar: es renunciar a tu privacidad, es despertar y ver que te han robado la comida, es no dormir esa noche que tu compañerx de habitación “necesita privacidad”, que te eche de la habitación y que al día siguiente cabecees o directamente te quedes dormidx en clase. Pero cuando se trata de ventajas, hay más: es practicar y perfeccionar idiomas, es hacer amigos en todo el mundo, es conocer la dieta, los hábitos y las expresiones de gente de todo el globo, es nunca estar solx y siempre tener con quién hablar, es vivir en el centro o zonas muy turísticas y no tener que pagar transporte porque llegas a todos lados caminando.

Sí, estudiar en el extranjero sin quién te mantenga es difícil… pero se pone peor cuando hay una pandemia.

El 50% de mis compañerxs de Máster regresó a su hogar durante el estado de alarma… Yo pude hacerlo, tal vez debí hacerlo, pero mi orgullo no me lo permitió. Yo, como México, ya había pasado muchas crisis, esta era solamente una más.

Ahora sí, ¿y el teatro?

Pues imagínese, estimadx lector/a. Un curso que se tenía que acabar en marzo, se extendió hasta noviembre. Para ese entonces el 50% de mis compañerxs estaban en sus casas y el otro 50% ya estaba en otra página del libro: por empezar otro máster, en otros proyectos, opositando para algún cargo. Me vi lo más sola que había estado. El máster tuvo mucha flexibilidad, dadas las circunstancias; yo, de haberlo querido, pude haber entregado un vídeo de unos minutos grabado desde mi casa en Monterrey, solamente el dossier con planos y texto, o solamente una parte del texto… Pero no lo hice.
Porque durante las clases de la maestría, en mí siempre estuvo presente el síndrome del impostor. Sentía que yo no me había ganado el lugar que estaba tomando; cada taller, cada curso, lo sentía ideal para alguien más, no para mí. Decía “¿Títeres? Uy, esto para que lo viera Fulanito”, “¿Iluminación? Esto le vendría bien a Sultanita”. Constantemente pensaba en mis compañerxs de carrera, en lo bien que trabajaba con ellxs, en lo talentosxs que eran, en cuánto lxs extrañaba y lxs necesitaba. Ese fue un motor muy importante para espabilar y decirme: “Ya estás acá, ya sobreviviste a la burocracia española, ya pasaste el estado de alarma, acaba esto y acábalo a lo grande. Viniste a estudiar teatro, lo mínimo que debes hacer es eso: teatro”.

Y así fue. Tomé todas las experiencias de este año, propias y ajenas, tomé mi frustración, mi soledad, y mi necesidad de hacer un espectáculo completo y los transformé en un monólogo de autoficción. Escribí, dirigí, actué, musicalicé, iluminé, coreografié, diseñé el vestuario… Y esto lo digo con mucho orgullo, sí, pero también con mucha pena. Porque no fue lo que hubiera querido, pero en primera instancia no contaba con nadie. Yo solía juzgar a quienes hacían eso; pensaba que necesitas mucho ego para creer que tu sola cabeza puede trabajar mejor que un equipo creativo completo (lo sigo pensando), pero con base en la experiencia he comprendido que lo que realmente se necesita, más que ego, es mucha autodisciplina. Es darte el tiempo de aprender el texto, es planificar y calendarizar los ensayos, es poner fecha para objetivos específicos y cumplirlos, porque de no hacerlo, nadie más tendrá la culpa, no habrá otro responsable más que tú. “Hasta para que te prendan la luz necesitas a un equipo”. No recuerdo qué maestro me ha dicho eso, pero tenía razón, esto no se puede hacer solx, sencillamente el teatro no se hace así. Y la magia de la vida me puso en el camino a un actor noble, Salvador Soto (España), a un asistente general que cayó del cielo, Gabriel Egea (Argentina), a una diseñadora de arte que se cruzó en mi camino, Zambo Zambrano (Chile), y a una técnica teatral que tres días antes de la función me salvó la vida (Ana Barceló).

Ensayando en los pasillos del hostel, estorbando a los huéspedes, coordinando ensayos entre mis horarios en el voluntariado, aprovechando al máximo los tres días que la Universidad nos prestó un aula espaciosa con espejos… Y ahora hay restricciones. Ensayamos con mascarilla, antes del toque de queda, con el justificante firmado por la Universidad siempre en el teléfono por si nos para la policía de camino a la sala de ensayos.

Se llega el día de la función, y mi pequeño gran equipo no deja de repetirme “Melissa, entendemos que estás nerviosa, pero necesitas relajarte”. ¡Vaya líder! Fui un manojo de nervios histérico. Tercera llamada, comenzamos. Y para cuando acordé, ya había terminado. Aplausos. Aplausos. Aplausos. Felicitaciones. Todo acabó. Mi viaje terminó y una paz enorme llegó con el final. Porque no fue perfecto, pero fue todo lo que pude dar. Con mi suerte, mis privilegios y mi trabajo. Picasso dijo: “Que cuando llegue la inspiración, me encuentre trabajando”, y estoy muy de acuerdo, pero sé que se necesita mucha suerte (lo dice alguien que, sin suerte, probablemente ni viva estaría a estas alturas). Así que mi reformulación a la frase de Picasso sería: “Que cuando llegue la suerte, me encuentre trabajando”.
Adiós 2020. Lo despido abrazando mi título de “Máster en Creación Teatral” con un bello 95 de nota final sobre mi obra “Pletórica” … 95 con sabor a 100, ó a 1,000,000. Lo logré, aunque a unos días de terminar este año me haya contagiado de COVID-19.

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Estudiar teatro en el extranjero en tiempos de pandemia: suerte, privilegio y trabajo duro… muy duro MELISSA GUZMÁN GARCÍA